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"Cambio de Identidad"

Imagen/Afiche

Entrevistado/a: Graciela Loarche Guerra
Medio: Brecha
Fecha: 02/06/2021


La cantidad de fallecimientos con diagnóstico de covid-19 no descienden y la muerte titila en la cercanía. Los rituales característicos de despedida se ven cercenados, la incertidumbre es grande y las afectaciones psicológicas también, y «necesariamente tenemos que relacionarlas a la pandemia y a las consecuencias y las secuelas que deja», dice Graciela Loarche, quien se especializa en catástrofes y considera la pandemia una de ellas.

El cadáver debe introducirse en una bolsa o envoltorio sanitario estanco. El embolsado también puede ser doble y debe estar rotulado con el código C. La identidad de la persona fallecida debe estar escrita con marcador o algún material indeleble fuera de la bolsa –o las bolsas–, que es resistente, impermeable y evita fugas. Se cierra y no se puede volver a abrir jamás. Tampoco el ataúd: si la muerte se debe, presunta o seguramente, a la covid-19, el velatorio es a cajón cerrado.

Memento mori: recuerda que morirás. El 13 de marzo de 2020 la conocida frase de costumbre romana y quizás origen sabino se hizo presente, aunque no haya sido invocada. Hasta el miércoles de esta semana las defunciones en Uruguay con diagnóstico de covid-19 eran 4.816. Y creciendo. «La muerte de un ser querido, sobre todo en estas circunstancias, implica un cambio abrupto y brusco de la identidad. Dejamos de ser una cosa para ser otra», dijo la psicóloga Graciela Loarche, también magíster en Psicología Social, especialista en actuaciones psicosociales en desastres y emergencias sociales, y profesora agregada grado 4 de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República.

Solo cinco personas pueden estar dentro de la sala velatoria; deben mantener una distancia de dos metros entre sí; deben llevar una bata, guantes y una mascarilla quirúrgica descartable, y deben lavarse las manos con agua y jabón. Si el velatorio es al aire libre, las condiciones son las mismas. Y quienes tuvieron contacto con la persona fallecida no pueden ir hasta tener resultado negativo. Y quienes vayan tienen que dejar sus datos para establecer el hilo epidemiológico en caso de ser necesario. Y la duración del velorio no puede superar las dos horas. Y debe correr aire. Debe correr aire. Y el ataúd, a lo lejos. A lo lejos. Estas son las disposiciones del Ministerio de Salud Pública.

Y las fosas van dejando de alcanzar. El Cementerio del Norte, de Montevideo y el del barrio Artigas, de Salto ya están en proceso de construcción de nuevos espacios. Según dijo a Radio Bárbara Valeria Ripoll, secretaria general de la Asociación de Empleados y Obreros Municipales, en abril del año pasado los cementerios municipales recibieron 627 cuerpos y este año, 1084; en mayo del año pasado, 670 y este año, 1079; en cuanto a las cremaciones en el Cementerio del Norte –el único de la capital con sistema de cremación–, en abril del año pasado fueron 176 y este año, 312; en mayo del año pasado, 170 y este año, 318. «El aumento es exponencial», dijo. Y exponencial es también el crecimiento de la incertidumbre, del miedo y de la necesidad cercenada de la despedida.

—¿Cómo se han construido la ritualización y la percepción de la muerte?

—En lo cultural y lo religioso, en cada país encontramos diferencias en cuanto a los ritos y el significado de la muerte. No son lo mismo los países que la ven como un desprendimiento de lo físico –tras el cual queda el alma– o una transición hacia otra etapa que aquellos que la ven como algo que terminó. En Uruguay tiene que ver la cultura cristiana, porque, a pesar de que es un país laico y de que la persona sea atea, la muerte duele y opera la culpa. No somos de celebrarla ni de la creencia de trascender a otro plano. Tenemos que estar tristes y vestirnos de negro. Otra conducta sería tomada como una burla. Además, tendemos a estructurar: todo tiene que tener una explicación lógica y todo tiene que estar ordenado. Quizás nos parecemos más a algunos países europeos que a Centroamérica y otros países de Latinoamérica. Nos diferencia también el sentido de comunidad y de lo colectivo: acá, si no sos conocido u ocupás un lugar de referencia, la despedida es más individualista, queda en el núcleo familiar y no es vivida como la pérdida de un integrante de la comunidad. Un gesto de cariño de otras comunidades es llenar de comida la casa de los deudos. Eso acá no se da. Estamos acostumbrados a la funeraria, más allá del acompañamiento de amigos y familiares.

—La presencia de la covid-19 nos trajo la certeza de que en menos de 15 días podés desaparecer. La psicóloga Pilar Bacci escribió que «lo humano se evidencia por la conciencia que posee de que va a morir».Querencia, revista número 13 de la Facultad de Psicología (querencia.psico.edu.uy/revista_nro13/pilar_bacci.htm) ¿Qué nos trae de nuevo la pandemia en relación con la muerte?

—Cualquier evento crítico de gran magnitud e impacto emocional rompe con la rutina, nos quiebra la vida cotidiana. Y depende mucho de nuestros factores protectores y de riesgo: cuán resilientes somos, qué personalidad tenemos frente al riesgo y la amenaza, si tenemos capacidad de adaptación o no. Cada persona y familia es única frente a eso, dependiendo de las estrategias que tenga. Desde el enfoque psicosocial, hacemos hincapié en que las reacciones de las personas son comunes; lo que no es común es el evento: necesariamente tenemos que relacionarlo a la pandemia y a las consecuencias y las secuelas que deja. Lo que sucede es que se quiebra el orden lógico que llevás en la vida, el que hace que creas que el mundo es un lugar seguro, el que te permite salir todos los días a trabajar, a estudiar. Al quebrarse esa percepción, aumenta la desconfianza en el ser humano y en las instituciones si ya solías desconfiar de ellas. Por otro lado, influye mucho la concepción individual de la muerte: darte cuenta de que el mundo puede seguir sin vos es muy angustiante y no era algo que pensáramos cotidianamente. Por eso, la manera en que se experimente esta situación depende mucho de la autoestima.

—Su especialización es en emergencias sociales, desastres, eventos extremos. ¿La pandemia cumple con las características de estos sucesos?

—Sí, está catalogada así, como una catástrofe, que acá es sinónimo de desastre. Cumple con las características de que hay un antes y un después del evento, que muchas veces cambia nuestra identidad, y, además, uno no puede superarlo solo. Con los recursos de cada uno no alcanza y se hace necesaria la ayuda externa. Dentro de eso está lo que se llama gestión del riesgo. En estos eventos ves las fortalezas y las debilidades de un país: una cosa es un país que tiene una cultura preventiva y otra son los que no la tienen. Uruguay está avanzando hacia una cultura preventiva, pero le falta mucho. Las inundaciones de 2007 y 2009 marcaron un precedente en cuanto a dejar de pensar solo en la evacuación y la recuperación e ir por lo preventivo. Hay países donde las escuelas trabajan con los niños en el control de las emociones y les brindan estrategias para afrontarlas, más que nada para que puedan reconocer que lo que les pasa puede estar asociado a hechos de su alrededor. El sentido de comunidad también influye: no es lo mismo sentir que lo que te pasa les pasa a todos que sentir que te pasa a vos solo y que el otro no te va a entender.

—La forma más clásica de despedida en el país es el velatorio. Hoy en día, sin embargo, varios factores restringen, modifican o imposibilitan este ritual. ¿Cómo nos afecta esto?

—Perder a alguien es una experiencia que tiene un impacto emocional muy importante, pero que estamos acostumbrados a transitar acompañados, para saber que no estamos solos en el dolor que sentimos. El velatorio marca el inicio del duelo y favorece el proceso, porque hay una despedida y cierra una etapa. En este contexto tenemos una sensación de irrealidad sobre cómo la gente fallece y sobre el aislamiento; incluso, podemos tener episodios de disociación. Pero no podemos mirarlos como patologías, porque tienen que ver con lo que está pasando. Por otro lado, está el sentimiento de culpa si fuiste vos quien lo contagió. Al principio era «quedate en casa» y después, «si podés». La culpa pasó por los niños, después por los jóvenes, después por las mujeres que fueron a la marcha del 8 de marzo. La responsabilidad va cambiando, porque necesitamos construir un relato, una explicación lógica, y hay quienes se aprovechan de esto.

—¿Se han desarrollado nuevas formas de rituales debido a estos cambios?

—Lo que he visto, más que nada, son publicaciones en las redes; no tanto rituales simbólicos. Sí se puede hacer uno personal. Nosotros siempre aconsejamos escribirle una carta al fallecido con lo que a uno le hubiera gustado decirle y después ver qué hacer con eso. Hay gente que la quema, otra que la guarda. También tener una velita con una foto del fallecido en la casa y, de repente, ponerse de acuerdo en la familia para hacer una reunión virtual. Esto ayuda a la cuestión de la ceremonia; no solamente en lo simbólico, como el velorio, sino también para hacer un cierre y comenzar el proceso de duelo. Y en esto de buscar un ritual simbólico debido a que no podemos hacer una despedida es necesario incluir a los niños y hablarles, además, de cómo nos estamos sintiendo, porque ellos perciben lo que está pasando. Si no, la fantasía que recrean de eso es peor.

—¿Es necesario vivir esa despedida, entonces, para procesar el duelo?

—Es necesario adaptarse. Y los mecanismos de adaptación pueden ser muy personales, aunque hay un patrón común. Pero, ojo, la muerte de un ser querido, sobre todo en estas circunstancias, implica un cambio abrupto de la identidad. Dejamos de ser una cosa para ser otra: pasamos a ser huérfanos, viudos. A veces ese cambio de identidad es mucho más fuerte, porque implica pérdidas económicas, mudanzas, tener que hacerte cargo del cuidado de niños y adultos. No es solo la pérdida familiar: hay muchas pérdidas. Pero ya no son casos aislados, ya no es algo que le pasa al otro: ya todos conocemos a alguien que falleció de covid, y eso implica que nos puede pasar a nosotros. Está más cercano. Entonces, hay un constante revisar lo que estamos haciendo, cuál era nuestro plan y nuestra prioridad.

—¿Aumentó el miedo a la muerte de los vínculos cercanos?

—Sí. Nos damos cuenta de que es algo que nos puede pasar, de que todos estamos en riesgo, de que ya no alcanza con cuidarse, porque también empezás a conocer gente que se recontracuidaba y le pasó. Hay un escenario de incertidumbre. El tornado de Dolores pasó y empezamos la recuperación. En las inundaciones, en algún momento el agua baja, tiene un fin; entonces podés proyectarte, imaginarte cómo va a ser la otra etapa. Acá las etapas están cruzadas: hay gente que se está recuperando, gente que falleció, gente que perdió el empleo, otra que encontró uno nuevo. Conviven un montón de escenarios, todos inciertos. Y es muy difícil trabajar y vivir en la incertidumbre. No estamos acostumbrados.

—La pandemia trajo el enrarecimiento de la presencialidad, y los momentos previos a la muerte en el hospital no escapan a eso. ¿Cómo influyen estas nuevas formas de vinculación y la dificultad para despedirse en las últimas horas?

—Al principio, cuando se pensaba que iban a ser unos días, se creía que podíamos estar sin comunicarnos con nuestra familia. Pero enseguida el personal de salud empezó a ver que se necesitaban otras estrategias. Al inicio no se dejaban entrar tablets ni celulares a las salas; después sí: se vio que era necesario. Pero no tenemos muchos hospitales con salas adecuadas para este tipo de aislamiento y pandemia. Al comienzo, el Hospital Español optó por ubicar a la gente en aislamiento cerca de las ventanas, contra la calle o el patio, así podía ver a la familia. Pero después, con el aumento de los casos, fue imposible. Y el personal de salud también se fue agotando. El paciente comienza a sentir angustia al ver que al lado se muere gente y que el próximo puede ser él. Y la familia también se siente culpable, porque sabe que el otro necesita compañía, pero no puede aportársela.

Por otro lado, los porteros y telefonistas tienen un gran nivel de estrés y no los solemos tener en cuenta. Son la barrera, quienes ponen el primer límite. Y para el personal de salud es mucha presión. Hay, incluso, un desgaste por empatía. Se le llama así al cansancio permanente, a estar fulminado y, aun así, tener que mostrarle al otro que va a salir adelante. Además, sufren estrés postraumático y estrés secundario: cuando estás tanto tiempo con personas enfermas, empezás a sentir los mismos síntomas, somatizás, perdés la distancia óptima, y eso no te permite ser operativo sin sufrir lo que está pasando. Si no tenés pautas adecuadas de autocuidado y descanso, todo esto te debilita, te baja las defensas. Y en nuestro país no tenemos mucho la costumbre del autocuidado. En otros países el cuidado psicológico es obligatorio: así como tenés el carné de salud, tenés la visita al personal de salud mental. No se ve como castigo, sino como protección de la salud. Es una medida preventiva.

—¿Qué consecuencias psicológicas y culturales deja este contexto en la percepción y el tratamiento de la muerte?

—En el mejor de los casos, lo que nos está dejando es un aprendizaje. Puede haber un crecimiento postraumático, del que las personas y las comunidades podrían salir fortalecidas. Pero todo va a depender mucho del aprendizaje y las experiencias anteriores. Nada empieza cuando se muere alguien. Lo importante es saber que lo que te está pasando es normal, que no sos único, que a mucha gente le está pasando lo mismo. Eso alivia mucho. Y es probable que en el corto plazo ese sentimiento se mitigue: no es un estado permanente. Es necesario transitarlo y si no estás pudiendo, es necesaria una ayuda profesional. Pero la mayoría no va a pasar por un trastorno de estrés postraumático. Y si pasa, con ayuda profesional puede salir.